lunes, 8 de diciembre de 2014

La humildad sabe a buena comida, la chulería provoca ardor de estómago o crónica de tres degustaciones en Tenerife

Tres días, tres propuestas en Tenerife. Dos de ellas para que vayáis, una para que no. Así son las cosas en La salsa de la vida. Lo que tiene salsa y sabor y cariñito me gusta, lo disfruto, lo agradezco y lo comparto para que quien lo lea se apunte; lo que se aliña con exceso de orgullo, poca generosidad y mal hacer también lo comparto para que se sepa dónde, de momento, no he encontrado el placer de una buena comida.
Vamos a empezar por lo bueno.
La primera alegría me la llevé en el restaurante Dula y Pipa, situado en la Finca La Granja Verde, de La Orotava. Ya había estado antes en este lugar y, bueno, fue una cosa normalita que no me entusiasmó, pero encontramos una oferta en Gustazos y como la economía no está como para andarse con remilgos hicimos una nueva aproximación.
La finca tiene muchas posibilidades, aunque actualmente está un poco desangelada y el restaurante puede resultar un pelín frío ya que los techos son altísimos y el comedor no es demasiado acogedor. Se trata de la casa del medianero transformada por Ana Dorta. A pesar de esa impresión, creo que la clientela se siente a gusto en gran parte debido al buen hacer del maitre que recibe y atiende con profesionalidad y cercanía.

El menú permitía elegir dos entrantes, dos segundos y postre. Empezamos con unos chicharrones con gofio de millo. Ya los había probado en La Palma, pero estos resultaron mucho más delicados, con un toque dulce en el gofio y muy agradables al paladar. Precisamente esa delicadeza fue la nota predominante en toda la comida, un rasgo que no había apreciado la vez anterior y que, sin duda, es mérito del nuevo chef, ya que la carta no ha variado. Comimos después un surtido de quesos canarios (de Fuerteventura, Lanzarote y Tenerife) con mermelada de piña de El Hierro. Deliciosos todos y acompañados por una suave bolita de almogrote con pimentó y comino que tenía el punto justo (el almogrote es una pasta que suele hacerse con queso viejo y fuerte) para no restar protagonismo a los sabores del resto de los quesos.



De segundo optamos por el cochino negro, cocinado a baja temperatura (sí, sí, la preparación de moda) y lacado con miel de palma. Si la piel hubiese estado crujiente habría sido un plato casi de 10, ya que estaba compuesto por dos partes bien diferentes del cochino: un lomito y un trozo de panceta, hechas por separado, claro y cada una de ella exquisita y perfecta en la cocción, jugosas y bien sazonadas, también en este caso con un austero punto de dulce de la miel, lo adecuado para no convertirlo en una chuchería.
También las verduritas baby estaban crujientes y suaves.

De los postres destaco el borrachito con verduritas encurtidas y salsa de mango y maracuyá. Lo de las verduritas es francamente sorprendente, sobre todo que algo tan complicado como la coliflor pueda integrarse en un postre sin que te rechinen las papilas. El resultado es complejo. No podría decir que se trate de mi postre favorito, pero sí está muy bien elaborado y la originalidad no se carga el buen sabor.

Conocimos al nuevo chef, Norberto Betancor, de El Hierro, y resulta que es un chico de tan solo 24 años y que ha tomado los mandos de la cocina y ejecuta más que correctamente los platos creados por Juan Carlos Clemente.


Norberto nos contó cómo se esfuerza cada día en ir mejorando cada uno de los platos, sin dejar de ser fiel a las recetas, pero intentando dar en la diana con cada uno de los sabores y las texturas. Sabe que en la cocina le queda mucho camino por recorrer, pero está contento de poder trabajar en este espacio y lo estará más cuando, como está previsto, la finca cuente con su propia huerta y granja, de la que extraer la mayor parte de los productos necesarios para su carta. En eso están trabajando en la actualidad. De momento, comimos fenomenal gracias a estos profesionales y baratito gracias a Gustazos que ofrecen este menú por menos de 15 euros por persona.

Y vamos con la segunda alegría canaria, también en La Orotava, recién inaugurado en uno de esos no-lugares que la crisis se ha encargado de convertir en decadentes antes incluso de que vivieran algún momento de esplendor, un extraño y desolador centro de ocio, una pareja llegada de Barcelona ha abierto un local pequeño en el que se sirve buenísima comida con un punto también de originalidad: El aliño.
Aunque cuentan con un menú degustación, éste sólo se puede pedir por encargo, cosa que creo deberían advertir a la hora de reservar porque nos hubiera encantado probarlo. De hecho, y tras esta primera experiencia, creo que volveremos para hacerlo. Con cocina a la vista, disfrutamos de unos platos exquisitos, esta vez por unos 30 euros por cabeza, vino incluido. Empezamos con un foie de conejo con caramelo de vermú, y unos toquecitos de mostaza y curry. Suave en la textura, pero sustancioso en el sabor, muy buen comienzo. Depués, un tataki de pez espada que sólo confesaba su paso por la plancha por un ligero acaramelado en los bordes y cierta tibieza en la carne, pero que conservaba toda la presencia del pescado crudo. Bien combinado con unos brotes de espárragos y pipas de calabaza, únicamente le sobraba un pelín de sal.

 
 
Glorioso el pulpo en tempura con alga nori frita y espuma de lima. Un platazo! Todo encajaba a la perfección y eso no parece fácil en un encaje como éste. Y, para acabar, una caldereta de chocos y bacalao que tiembla el misterio. Qué salsa tan ligadita, parecía un pil-pil... De toma pan y moja, literalmente.




Postre no pudimos elegir, ya que sólo quedaba uno, supongo que sorprendidos por el éxito se quedaron sin materia prima. Tomamos un yogur casero que frutos rojos que, pese a la sencillez, estaba también muy rico. Acompañamos todo con un Arrayán, de Méntrida, justo del pueblo de al ladito de mi casa, y mira que está bueno este varietal.

En definitiva, otro local muy recomendable que se nota que la gente está apreciando desde su apertura. Enhorabuena a esta familia que lo está haciendo de lujo, una buena manera de dar vida a estos espacios que, de otra forma, podrían morir de inanición.

Éstas eran las dos apuestas a las que me refería en las que ambos cocineros se enfrentan con humildad a una cocina cuyos productos, tratados con mimo, elevan a la categoría de delicias y nos hacen felices a quienes vamos allí a disfrutar de su buen trabajo.








Y ahora... la amarga guinda. Y parecía lo más sencillo. Haciendo uso de otro de nuestros menús de Gustazos, nos acercamos hasta el MAG café bistró del Auditorio de Santa Cruz de Tenerife, a tomar un brunch de fin de semana. No me voy a extender mucho en este relato, pero el caso es que empezamos con una espera de más de media hora hasta que nos sirvieron el siguiente menú: zumo de naranja, espagueti con almejas, crema de calabaza, rollito de langostino y brownie de frutos secos.
La propuesta ya es extraña de por sí para un brunch, no? El plato, lleno de complejos apartados  hacía prácticamente imposible que pudieras meterle mano a la comida, con el brownie en el centro, delante de él la salsa de soja... en fin, raro. Pero bueno, todo esto es poca cosa para lo que nos deparaba el almuerzo sabatino. Probamos los espagueti y estaban tan salados que era imposible comérselos, también salada la crema de calabaza. Llamamos a la camarera y se lo comentamos. Se acerca a la cocina (que estaba a la vista) con el recado. Veo al cocinero reírse y meterle a la chica una cucharada en la boca, se sigue riendo, haciendo gestos y encogiéndose de hombros. Era un chico joven, sabía perfectamente que le estábamos viendo y sus aires chulescos terminaron de atragantarme la comida. Por supuesto la camarera volvió con su respuesta: no están salados.

Da igual que estén salados o que no -al momento la mesa de al lado también avisó de lo mismo- no se puede actuar así. Mala comida y muchos humos. El brownie podría haber sido incluso denunciable, ya que habían metido dentro (¿a quién se le ocurre?) maíz tostado tan duro como una piedra, un atentado para los dientes de cualquiera.
Todo era un despropósito, se les había olvidado la mermelada que anunciaba el menú, al final encontraron un tarrito en alguna parte, aunque el resto de las mesas se quedaron sin ella, no nos pusieron mantequilla, luego la trajeron pero sin cuchillos para untarla... La camarera nos confesó que tenía ganas de llorar. Nosotros también. El cocinero no, el cocinero seguía paseándose por la barra y sonriendo para sí mismo. No me extraña, era para estar orgulloso. La camarera no nos quiso recoger el ticket y nos invitó a volver otro día. El ardor de estómago no nos lo recomienda.